- Algunos progresos sociales parecen inevitables incluso en un país que otorga tanta importancia a su historia y tanto valor a sus antiguas tradiciones. Por muy inevitable que sea, el debate sobre la legislación sobre el cannabis sigue siendo prisionero de las concepciones mentales y de los tópicos heredados de una larga historia.
Francia se sitúa en Europa y en el mundo como uno de los países más extremadamente hostiles frente al cannabis. En la actualidad, incluso el consumo de tipo medicinal sigue permaneciendo limitado a un solo medicamento, el SATIVEX. En un país en el que hay 550.000 fumadores habituales y 3.000.000 de consumidores ocasionales, el consumo simple constituye una sanción penal que puede valerle al infractor hasta un año de encarcelamiento. Sin adentrarse a afirmar que los consumidores ocasionales son objetivo de una persecución sistemática por parte de los poderes públicos, se puede llegar a pensar de forma razonable que la represión que padecen es excesiva en relación con la amenaza que suponen para el mantenimiento del orden público.
El fenómeno de demonización del cannabis tiene sus orígenes en el pasado colonialista oculto de Francia. En el siglo XVII, el cáñamo ya era una fibra de gran importancia que se cultivaba bajo la supervisión estricta del Estado. Su resistencia hacía de él un material muy elegido para la fabricación de velas para las naves que debían ayudar a Luís XIV a mantener al país de forma sostenible en el proyecto de expansión colonial. Al inicio de la época del colonialismo, se dio la explotación esclavista: una economía de tipo latifundista basada en la explotación del trabajo forzado en la que se daba una importancia especial a la caña de azúcar y a la producción de alcohol, muy preciado en la Francia metropolitana. Desde esa época, en Francia se sigue concibiendo el cannabis como un producto de los pueblos indígenas de los países del sur: África, Antillas, Océano Índico; era el medicamento de los esclavos, cuyo consumo se toleraba e incluso fomentaba en las plantaciones de la época colonial. Esta oposición entre el alcohol y el cannabis sería duradera y todavía hoy influencia la percepción del problema.
Cuatro siglos después, según un informe de la OCDE publicado en mayo de 2015, Francia sigue formando parte del grupo de países del mundo a la cabeza en lo que a consumidores de alcohol se refiere, con una media de 11,8/lt de alcohol puro anualmente, frente a un 9,1 en los 34 otros países documentados. El consumo de alcohol se fomenta de manera social por muchos medios: desde las celebraciones familiares, al consumo en las barras de cafeterías y bares. La cultura enológica francesa goza de gran reputación en todo el mundo, por no hablar de los ingresos de exportaciones que generan los actores principales del sector, como los productores de coñac o de champán, o los grandes comerciantes borgoñeses y bordeleses. Por eso, es lógico que se demonice tanto al cannabis, al mismo nivel al que se alaba el alcohol. Desde un punto de vista estrictamente médico, los dos productos pueden acarrear adicciones graves, pero la sociedad no podría considerarlos y aún menos tratarlos de la misma forma.
Para comprender mejor el alcance simbólico del cannabis en la sociedad y el tabú que representa la despenalización en el discurso político tanto de derechas como de izquierdas, hay que remontarse a los sucesos de mayo de 1968. El hundimiento del ejército americano en Vietnam hizo de dicha guerra la última de ese tipo. Este último conflicto de descolonización generó una ola de protesta pacifista y libertaria, en un inicio en americana y más adelante mundial, que quedó representada por el movimiento hippie. La Francia de esos años, vivía todavía bajo el dominio de De Gaulle, en una sociedad en que las instituciones, o bien eran democráticas, a menudo también autoritarias, coercitivas y brutales sobre el terreno: violencias policiales, tortura y ejecuciones sumarias o en masa en Argelia, brutalidad en la enseñanza, conservadurismo judicial y mercantilismo del Estado. En mayo de 1968, los estudiantes protestaron en las calles y cuestionaron radicalmente el modelo de sociedad en el que el ciudadano solo podía funcionar a base de patadas en el trasero. La despenalización del cannabis iba incluida en su programa de transición «revolucionaria» hacia una sociedad «más inteligente», en la que quedaría «prohibido prohibir».
Desde esa época, la imagen de la hoja con los foliolos en forma de estrella se relaciona estrechamente con los episodios revolucionarios que marcaron esa década. Después de 1968, el sector de derechas regresó al poder con Georges Pompidou, y tuvo que ejercer demostraciones reaccionarias y de seguridad frente a su electorado de clase acomodada y los lobbies del sector militar e industrial, paralizados por lo sucedido con las barricadas y la huelga general. Fue el cannabis el que pagó el precio y el que en adelante pasó a constituir el patrón de referencia de la mano dura y la restauración de la autoridad, un chivo expiatorio que se sacrificaba a menudo en periodo electoral en el altar del conservadurismo.
Fue en dicho contexto en el que se votó la ley del 31 de diciembre de 1970 y su famoso artículo L-627, en el que sigue basándose toda la legislación actual. Supone cierto regreso a la «normalidad» en el orden moral republicano y convierte a todos los consumidores en delincuentes o, en el mejor de los casos, en enfermos, según la evaluación del juez. La diligencia penal, decidida y votada recientemente, no debe generar ilusión. Solo es una herramienta de represión adicional en un arsenal ya bastante completo. Desde 1970, varias reformas en la sociedad han acompañado la modernización de Francia: la ley de 1973, denominada «ley Simone Weill», que legalizaba el aborto, la abolición de la pena de muerte en 1981 y de forma más reciente, la ley del «matrimonio para todos». En relación con la marihuana, la legislación parece estar congelada, como si la hubiera redactado Dios en tablas de mármol sagrado.
La hostilidad inherente a la derecha frente a cualquier progreso es casi ideológica y nunca ha fallado en el transcurso de las últimas cuatro décadas. La derecha se autoproclamó campeona de la causa de la seguridad y, desde la década de 1970, el cannabis es un símbolo asignado al laxismo. Los diputados de izquierdas en el gobierno, por su parte, velan por no verse tachados en ningún caso de conducta angelical o de permisivistas por parte de los diputados de derecha. Algunos ministros socialistas (Bernard Kouchner, Daniel Vaillant y, de forma más reciente, Vincent Peillon) pronunciaron en alguna ocasión declaraciones modestas sobre la absurdidad de la legislación actual y del interés de realizar una «limpieza». Desde Matignon, la residencia del presidente, o desde el Elíseo, pararon los pies a dichos ministros de mala manera, sin preocuparse por parecer, a ojos de la opinión pública, ir a la zaga del discurso conservador, que es el que seduce mejor al electorado. Solo los Verdes y algunos partidos de extrema izquierda se posicionan a favor, pero su peso electoral sigue siendo escaso.
Por lo tanto, hay que constatar que la situación del cannabis nunca se ha tratado más allá de en términos puramente relacionados con la seguridad, como si representara un desafío para el mantenimiento del orden público. El cannabis es prisionero de una imagen libertaria y transgresora heredada de un pasado lejano. La opinión dominante lo asocia de manera inconsciente con el caos (o chienlit, según la palabra que utilizaba el general De Gaulle), a la rebelión y a la inseguridad, con la misma naturalidad con la que se asocia el vino a la convivencia, a la forma de vivir «a la francesa» y al crecimiento de las regiones. Dichas concepciones mentales impregnan el subconsciente colectivo y evolucionan únicamente de manera muy lenta. La cifra del 63 % de los encuestados en contra de cualquier avance hacia la legalización en 2013 pierde uno o dos puntos cada año y su decrecimiento es una tendencia fuerte. Mientras no sea inferior de forma considerable a un 50 %, resulta difícil imaginar un avance legislativo al respecto. Los optimistas pensarán que solo es cuestión de tiempo y que la valentía política puede jugar un papel que sirva para acelerar los procesos en este ámbito.
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